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O, el caos que resolvió el problema.

Acciones de Liderazgo líquido estratégico - el peón coronado

Si analizamos lo que os conté en el post Amo las crisis (II) la situación a la que me enfrentaba era la siguiente:

Tenía un mes para hacer el traslado de las personas de oficinas centrales a las unidades de negocio establecidas.

El jefe de zona se había negado a que las personas de oficinas fueran parte de su equipo.

3º La política de la empresa establecía que única y exclusivamente el superior jerárquico tenía la capacidad para decidir qué personas formaban parte de un equipo (el jefe de zona sería el superior jerárquico de los trasladados).

4º Después de mi primera conversación con el jefe de zona nuestra relación era bastante deficiente.

5º Sólo podría cumplir con la orden de mi Director General convenciendo al jefe de zona.

2.- LA SOLUCIÓN.

En esta ocasión no tenía la más mínima duda sobre cuál era el objetivo que quería alcanzar: que el jefe de zona no mostrara la más mínima resistencia, es más que estuviera encantado, en la reubicación funcional de los trabajadores de oficinas en las unidades de negocio asignadas.

El punto de partida era la negativa rotunda, absoluta y radical del jefe de zona de contar con los empleados mencionados en su equipo.

Decidí aplicar el “modelo” y las Acciones de Liderazgo Líquido (Estratégico) pertinentes, así que me centré en la estrategia a seguir, el tipo de comunicación que utilizaría y la relación que existía en ese momento con los diferentes protagonistas del problema.

Ha quedado claro que la relación que tenía con el jefe de zona había empeorado tras la conversación anterior, por lo que cualquier tipo de recomendación, comentario o consejo que le diera sobre este asunto sería tomado con mucho recelo por su parte, y seguramente lo rechazaría. En resumen, mi primer gran punto de apoyo para lograr mi meta era su desconfianza hacia lo que yo dijera o hiciera.

Mi relación con el resto de personas de la empresa era fantástica por lo que, también con ellos, podía permitirme forzar mi comunicación para llevarles a hacer cosas con las que, en principio, no estarían de acuerdo. Para ello, tan sólo debía convencer al responsable actual de las personas que tenía que ser trasladadas, para que me apoyara en todas las ordenes que diera a su equipo con fe absoluta, por muy descabelladas que fueran. Con ello ya tenía mi segundo punto de apoyo, el asombro y la oposición que mis “ordenes” producirían en los componentes del departamento donde trabajaban los que iban a ser trasladados (no hemos de olvidar que ellos no sabían nada del asunto todavía).

Respecto a la comunicación que iba a utilizar, no me quedaba la más mínima duda de que en un primer momento debía ser una comunicación simétrica y dura, para lograr que el rechazo que produjera hacia mis planteamientos fuera mi aliado.

La estrategia que elegí estaba basada en la persuasión indirecta, de tal manera que tenía que crear la suficiente tensión en los afectados como para que desearan demostrarme que estaba equivocado, y al lograr ellos su objetivo yo conseguiría solucionar el problema.

Convencer al que era el responsable de las “personas de oficinas”, fue bastante fácil, nos conocíamos desde hacía años y sabía de mi “habilidad” para resolver este tipo de conflictos.

Después de este primer paso decidí hacer dos reuniones “incendiarias”, a las que le seguiría una llamada telefónica donde esperaba lograr la ansiada aceptación por parte del jefe zona del traslado de los afectados; y una tercera parte donde, con conversaciones individuales con todos los afectados, consolidaría la solución más funcional para los intereses de todos.

La primera reunión “incendiaria”. 

La concerté con el jefe de zona y el responsable del departamento, quien desconocía qué quería conseguir con ella y a quien indiqué que simplemente hablara cuando yo le preguntase.

Mi objetivo para esta primera reunión era que el jefe de zona se reafirmara en su idea de no querer a las personas que queríamos reubicar, que volviera a afirmar que no estaban bien vistos en nuestras unidades de negocio y que no ayudaban en nada a los responsables de éstas. Lo ideal era que acabásemos con un enfado monumental entre el jefe de zona y yo, y como consecuencia de ese enfado que el jefe de zona rechazase cualquier ayuda (que él consideraba que no existía) de las oficinas centrales a sus jefes de centro.

La reunión fue según lo previsto, se desarrolló de forma educada, con respeto pero muy vehemente por ambas partes. Justo en el momento en el que el jefe de zona volvía a repetir con firmeza que su equipo no llamaba a oficinas para pedir ningún tipo de ayuda, aproveché para decir lo que tenía planeado:

Pues si, según tú, tu gente no llama para pedir ayuda a oficinas. A partir de ahora, cada vez que lo hagan les diremos que mejor te llamen a ti.- dije.

Me parece perfecto. A ver cuántas llamadas me llegan.– Contestó el jefe de zona sintiendo que iba a tener una fácil victoria.

Corté la conversación justo en ese momento, pues había logrado lo que deseaba. El jefe del departamento no dijo nada, pero en su mirada podía contemplarse una mezcla de confusión y desconfianza. En especial cuando le dije que reuniera a su equipo para comunicar lo que “habíamos decidido” con el jefe de zona respecto a las llamadas que hacían los mánagers de nuestras unidades de negocio pidiendo ayuda.

Estaba convencido de que lo peor había pasado. Pensaba que la segunda reunión “incendiaria” sería más fácil de dirigir y menos tensa. Sin embargo, estaba equivocado, lo peor estaba aún por llegar

¿Qué sucedió en la segunda reunión «incendiaria»? Y, ¿cómo finalizó todo? Lo encontrarás en el post titulado Amo las crisis (IV) .

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AMO LAS CRISIS (III)

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